Por: Rita L. Vivero A.
Médico especialista en vacunas
Magister Candidate Universidad Internacional de Valencia
Era miércoles 1 de julio del 2020, habían transcurrido apenas 6 meses desde que la OMS declaró al coronavirus como emergencia en salud de interés público internacional y solo 3 desde que fuera declarado como pandemia por la misma entidad. Ese día, el mundo presenciaría un anuncio esperanzador en lo que llevaba de incertidumbre por la COVID-19. La farmacéutica Pfizer comunicaba que los resultados de sus estudios iniciales en una cuarentena de voluntarios eran favorables y que iniciarían una nueva fase de investigación con más de 30 mil sujetos.
Apenas surgía la noticia y ya se empezaba a escuchar voces de duda que alertaban sobre la posibilidad de que la novel vacuna candidata, con un mecanismo de acción innovador, implicaba una amenaza por tener la capacidad de alterar los genes de quien la recibiera. ¡Si pueden «meternos» material genético ajeno al nuestro, podrán también controlar nuestro cuerpo a voluntad!, aseguraban los opositores. ¡Un momento! entendamos primero cómo funciona nuestro código genético, qué es el ADN, cómo se diferencia del ARN mensajero (ARNm), del que están compuestas al menos dos vacunas para la COVID-19 y, entonces, creo que podrá quedar claro por qué la teoría de que se trata de una «terapia génica» más que de una vacuna es una total incorrección.
El ADN, la materia genética que está en el núcleo de cada una de nuestras células ordenada en grupos denominados genes es, en definitiva, el manual de instrucciones de fabricación de cada una de las piezas, por más pequeñas que sean, que construyen nuestra identidad como especie humana y como individuo particular. El ADN tiene, digamos, la receta de cada persona. Pero para que esta fórmula pueda ser efectivamente ejecutada, requiere de un mensajero que lee cada ingrediente, lo «copia» y lleva esa orden fuera del núcleo hacia otros organelos celulares que son los encargados de recibir ese mensaje y fabricar lo que el núcleo le ordenó: una proteína, una hormona, un lípido, etc. Ese mensajero que cumple con comunicar las órdenes del ADN a las fábricas celulares es, nada más, que el ARNm. Una vez que el ARNm ha llevado las órdenes no volverá al núcleo sino que se desintegrará en el citoplasma y su tarea habrá terminado.
Si el ARNm no regresa al núcleo, donde están los genes contenidos en el ADN, ¿cómo podría, entonces, una vacuna hecha de ARNm afectar nuestra carga genética? La respuesta es simple: no hay manera. Las vacunas de Pfizer y Moderna para el coronavirus, permiten que ese ARNm inyectado vaya a las células y les pida fabricar, de manera temporal, proteína S, el antígeno viral que permite a nuestra inmunidad crear las defensas necesarias en forma de anticuerpos y células de memoria que nos defenderán en caso de que un verdadero ataque por coronavirus ocurra. Como siempre, una vez que ese ARNm haya cumplido con su misión, se desintegrará, dejando a las células volver a producir lo que el ADN les ordene: proteínas, hormonas, lípidos, etc, propios de ese ser humano.
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